«El ecologismo bobo», así titula Manuela Martín su artículo publicado el domingo 4 de julio en el diario Hoy y el día 6 en la página web de ese medio. En él tacha de bobos a los y las ecologistas que ponen -ponemos- «peros» a los planes de nueva industrialización, de nuevas minas a cielo abierto, de megagranjas, de urbanizaciones ilegales y de cualquier otra actividad económica que, supuestamente, traiga beneficios a Extremadura. Se congratula de que la Junta de Extremadura se afane en «impulsarlos» por toda la geografía y ponga la maquinaria de la Administración autonómica al servicio de esos «empresarios” o «emprendedores», muchos de ellos consumados captadores de subvenciones públicas y del luego «si te he visto no me acuerdo, paga tú (o sea, los/las contribuyentes)», pero a quienes se les tiende la alfombra roja de los recursos públicos comunitarios.
Consultando en Google la palabra «bobo» salen 2 acepciones: «1.- Que es tonto o muy corto de entendimiento. 2.- Que es extremadamente cándido». Pero a la vista de lo que dice la Sra. Martín, la boba es ella, entre otras cosas porque, en el fondo, habla -como tantas otras personas, muchas de ellas de ese gremio- sin fundamento, con corto entendimiento de lo que pasa realmente y, cabe decir, que de forma cándida. En definitiva, sin el conocimiento mínimo de la realidad que trata, más allá de los tópicos comunes y superficiales de cualquiera que no se ha preocupado y ocupado en profundizar en los argumentos de esos «bobos» y «bobas» que critica.
Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que, en realidad, ni son proyectos sostenibles en el tiempo ni, en su inmensa mayoría, proporcionarán los puestos de trabajo que prometen, siempre inflados como parte del márquetin de venta del proyecto. Ni dejarán a posteriori, de llevarse a cabo, las condiciones de sostenibilidad futura necesarias para poder desarrollar, entonces sí, actividades sostenibles, o quedarán estas bastante mermadas.
Si hubiera hecho los deberes que se le suponen a cualquier periodista que se precie de serlo, informándose bien de lo que critica, más aún siendo alguien que se dirige a una multitud de personas que la leen, se habría enterado de cosas como que la época de los combustibles fósiles abundantes y baratos, en los que se asienta el capitalismo por ello llamado fosilista, ya la hemos quemado, literalmente.
Se habría enterado de que las mal llamadas energías renovables centralizadas (las que llevan a cabo las grandes empresas eléctricas) están subvencionadas energéticamente, precisamente, por los combustibles fósiles; y habría sabido que generan principalmente electricidad, siendo ésta sólo el 20 % de la energía primaria que se consume en España -y en el mundo-, mientras que el restante 80 % lo constituyen otros tipos de energías. También sabría que las instalaciones que generan esas «energías renovables» tienen una vida útil limitada, de unos 20 o 25 años.
Sabría que, en muchas ocasiones, las instalaciones de estas “energías renovables” destruyen los lugares donde se implantan, como ocurre con las enormes explanadas hormigonadas para parques eólicos en sierras y montañas, o provocan la destrucción de cultivos agrícolas, como sucedió con las extensiones de olivares casi centenarios de Almendralejo. También podría llegar a saber que tienen problemas de intermitencia difícilmente salvables por el sistema de gestión eléctrica; que compiten con los alimentos, muy especialmente en el caso de los «renovables» biocombustibles, los cuales, además, tienen unas bajísimas Tasas de Retorno Energético en general, con todo lo que ello implica.
En definitiva, sabría que estas «energías renovables», tal como se están planteando desde el capitalismo «verde y circular» pseudosostenible, tan sólo son la respuesta del camaleónico capitalismo tradicional que, una vez quemados los combustibles fósiles, insiste en perpetuar los beneficios crecientes de sus capitales a costa de lo que sea, literalmente. Incluso, de las posibilidades de una futura” buena vida «, entre otras cosas porque sus dirigentes piensan que las suyas discurren ajenas al destino del resto de la humanidad.
También, si hubiera hecho los deberes que le corresponderían a una periodista informada, se habría enterado de que los proyectos mineros, aparte de hacerse bajo el parapeto de una ley franquista, preconstitucional y obsoleta, aseguran la destrucción de tierras potencialmente cultivables y, con ellas, la posibilidad de producción de alimentos y bienes sostenible en el tiempo, o de ecosistemas únicos en muchos casos, de los que dependemos para vivir. Minas que sentencian territorios por la rotura de acuíferos subterráneos, ocasionando descenso de la disponibilidad de agua y de la humedad en zonas cercanas o lejanas a las explotaciones. Minas que necesitan para el refino del mineral ingentes cantidades de agua de la que cada vez hay menos y es más preciosa, cuando los estragos del calentamiento global más necesarias hacen la continuidad y protección de esas masas subterráneas para mantener los niveles freáticos al alcance de la gente y la vegetación.
Minas que, además, provocan la contaminación con sustancias venenosas, no sólo producto del proceso industrial que allí se lleva a cabo, sino también por el afloramiento de minerales enterrados desde hace millones de años que ahora reaccionan con la atmósfera y el agua, generando productos tóxicos y muy tóxicos que, tarde o temprano, llegan a las aguas de bebida y riego, superficiales y subterráneas, a veces incluso de forma catastrófica. Sobre esto último, suponemos que la periodista, al menos, sí habrá oído algo de lo que ocurrió en Aznalcóllar. Y, de haberse informado con las recientes noticias sobre el desastre social y ambiental que allí ocurrió, hubiera tenido la oportunidad de conocer cómo actúan esas empresas que tanto defiende, meras pantallas de grandes matrices canadienses y australianas principalmente, que muy poco o nada les preocupa la situación en la que queden los territorios que explotan una vez que su rentabilidad no es la deseada. También podría haber leído algo sobre el actual estado de la mina de Aguablanca, en Monesterio, si su preocupación es el porvenir de esta región.
También se habría enterado, de haber hecho sus deberes como periodista, de que el pueblo extremeño se defiende ahora con conocimiento de causa de quienes, con los cuentos que antaño funcionaban, pretenden perpetrar nuevos desmanes, favoreciendo los mismos intereses de siempre, los del capital. Los del muy grande capital, pues estamos hablando de empresas multinacionales y de fondos de inversión. Se habría dado cuenta de que parte del pueblo extremeño se ha percatado de la jugada y ha dicho basta, y de que defiende su presente y el futuro de las generaciones venideras, si es que, ante este panorama, alguien se atreve a que vengan.
Y en ese caso, si hubiese hecho bien su trabajo (y, al igual que ella, muchas otras “plumas” de la profesión), posiblemente se daría cuenta de que está apoyando lo que no sólo no tiene futuro a medio y largo plazo, sino que roba las posibilidades mismas de futuro y, con ello, de mantener la población en el territorio, al tiempo que se proporcionan los últimos beneficios a unas «élites» minoritarias cuyo fin principal parece ser mantener sus condiciones de vida y sus privilegios intactos, pese lo que pese y a quien pese.
Comprendemos que puede llegar a ser muy alta la exigencia de escribir un artículo a la semana en este medio y llevar a un agotamiento de los temas a tratar, con lo que la periodista se vea obligada a tener que recurrir a aquellos de los que no tiene demasiado conocimiento, pero ello no la exime de informarse antes de criticar las posturas con la que no esté de acuerdo y, mucho menos, de descalificar a quienes no piensan como ella. En definitiva, le pedimos una mayor profesionalidad tanto a esta periodista como al nutrido grupo de personas de este gremio que actúan de igual manera, y vayan más allá de lugares comunes cómodos y habituales. La sociedad en general, lo agradecerá.
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