La aparición de la COVID-19 ha producido una revitalización de los productos de un solo uso, especialmente los destinados a la protección personal contra la pandemia, como mascarillas quirúrgicas o guantes de plástico. Estos objetos, han traspasado los ámbitos donde se utilizaban, sanitario y asistencial, para ser usados por un gran porcentaje de la población en su vida cotidiana.
Son productos con una vida útil que dura minutos o, como mucho, horas, y que se fabrican a partir de materiales no biodegradables, procedentes en su mayoría del petróleo. Actualmente, su reciclaje es nulo.
En consecuencia, estos objetos de usar y tirar tienen tres posibles destinos: su cremación en las incineradoras de residuos municipales, su deposición en vertederos, o, en el peor de los casos, su dispersión por el medio, terrestre en primera instancia, pero con bastantes posibilidades de llegar a ríos y mares.
Esta dispersión de mascarillas y guantes por los diferentes ecosistemas, que se calcula pueden permanecer allí hasta 400 años, dispersa un subproducto procedente de su degradación, que se infiltra en el interior de los cuerpos de los seres vivos: los microplásticos. Estos se han encontrado en los aparatos digestivos de los animales y hasta en la sangre de los seres humanos.
En estos tiempos de obligatoriedad de llevar boca y nariz tapadas, podemos hacer un cálculo aproximado de cuántas mascarillas quirúrgicas se consumen por cada millón de habitantes y qué cantidad de materiales (polipropileno) se necesitan para producirlas y, una vez desechadas, cuántas toneladas de recursos se quemarán, se verterán o acabarán dispersas por todos los rincones del globo.
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